Entrevista exclusiva a Pablo Pérez companc
“Todos los políticos deberían usar silla de ruedas por un día”
El hijo del empresario se recupera del accidente que sufrió en 2007. Sus piernas están en manos de los médicos que operan a los soldados en Irak. Va a escribir un libro para contar lo difícil que es ser discapacitado en la Argentina.
El 24 de marzo de 2007 Pablo Perez Companc pensó lo que piensan todos. “A mí no me va a pasar”. Era su primera carrera en la categoría Indy Pro Series en la pista de Homestead, a 45 kilómetros de Miami. Pablo se aferró al volante del auto rojo de la escudería de Chip Ganassi. Miró las fotos de su familia, apretadas en la cabina junto a las imágenes de la Virgen de Luján, la de Pompei, la que desata los nudos, otra de San Expedito. Apretó el acelerador y se convirtió en una flecha roja. Iba muy bien, a 290 kilómetros por hora. Todo eso hasta la vuelta 47. Después, no recuerda más. Ni lo que pasó entonces ni en los cinco días que siguieron.En ese instante, dice, dejó de ser el hijo menor de Gregorio Perez Companc. “Ahí pasé a ser Pablo Perez, el corredor que se hizo pelota”, cuenta con una sonrisa sarcástica, sentado en una mesa al aire libre de Munchi’s, la heladería de María Carmen S. de Perez Companc, su madre.
Es una tarde casi perfecta de otoño. Hay sol, pájaros y una brisa cálida pero fuerte que hace caer las muletas que Pablo apoyó a su espalda. Él las acomoda y pide un agua sin gas. Tiene 25 años y una vida consagrada con afán tanto al bajo perfil –como lo cultivan los hombres de su familia– como a las carreras. Pero ese sábado de marzo, cuando un auto rozó al suyo en plena curva y la cabina se hizo añicos, su bajo perfil voló por el aire junto los huesos de sus tobillos y algunas ideas del futuro.
Tiene los ojos pardos con motitas claras que se ponen verdes cuando les pega el sol. Un rostro que parece de otro tiempo, con rasgos marcados. Un cuerpo que quedó un poco flaco. Jeans, camisa blanca, suéter a rayas, un blazer de sarga gris y una sola zapatilla en el pie izquierdo.
En el derecho, calza una venda blanca. Esa tarde, Pablo confiesa que está de buen humor pero que hay días en los que se enoja mucho. Aceptó hablar porque está harto de andar en muletas o en silla de ruedas en un país que ignora a los que, como él, sufren de algún impedimento físico para moverse.
“Sé que soy afortunado. No me pasó nada en la cabeza ni en la espalda. Me quedó el esternón corrido y tengo los tobillos reconstruidos con titanio. Estoy en rehabilitación en el Fleni de Escobar. Voy todos los días, veo cada cosa que no se puede creer. Chicos que iban barrenando una ola y quedaron cuadripléjicos. Estuve ocho meses en silla de ruedas y casi me vuelvo loco”.
–¿Cómo recuerda el accidente?
–Me desperté y estaba mi mamá al lado en el avión sanitario. También el médico cubano Enrique Ginzburg, del Centro Médico Jackson Memorial de la Universidad de Miami, el que me salvó las piernas. De esos días no recuerdo más que el dolor y a mi hermano que me acariciaba la cabeza y me decía que estaba todo bien.
–¿Con quiénes estaba?
–Con mi manager, John de la Penna y Luis, una persona de confianza de mi familia. Imaginate: entre los dos se peleaban para ver quién llamaba y le daba la noticia a mis viejos.
–¿Y quién llamó?
–Llamó Luis. Acá cuando corro siempre hay un equipo de Fleni preparado por cualquier cosa. Y en el circuito hay médicos especialistas en la categoría por si le pasa algo a un piloto. Fue ese médico el que me sacó del auto. Cuando a John lo dejaron pasar a verme, estaba entubado, atado, rojo, hinchado y con convulsiones. Por suerte cuando llegaron mis papás, no tenía convulsiones.
–¿Por qué dice que Ginzburg le salvó la piernas?
–Apenas entré al hospital de Miami, a John lo presionaron para que firme la amputación. Mi hermano Jorge, por teléfono, le decía que no firmara. Había perdido mucha sangre. La mayoría de los médicos decían que si no me cortaban las piernas, me moría. Cuando Ginzburg, el jefe de traumatología, me dio vuelta la pierna doblada, volvió a latir. De Miami me trasladaron a Indianápolis. Estuve tres meses internado y luego, un mes y medio en un centro de rehabilitación. Me hubiera quedado a vivir ahí.
–¿Por qué? ¿Qué hay allá?
–Uy, muchas cosas. El Rehab Center me encantó. Es un modelo a copiar. Me levantaba, una enfermera me pasaba a la silla de ruedas y podía moverme solo. El desayuno estaba preparado para que nos sirviéramos desde la silla. En el gimnasio había un kinesiólogo para cada persona y máquinas para enganchar a las sillas. Hacía abdominales a muerte, flexiones, estaba mejor entrenado que cuando entrenaba. A pesar de que antes pesaba 74 kilos y ahí estaba en 61.
–¿Qué cambió desde entonces?
–To-do. Veo todo diferente. Había escuchado a gente que había pasado cosas así y decía que veían los colores distintos. Yo pensaba “no sean payasos”. Pero es así. Antes, si quería algo, lo pensaba dos veces. Ahora digo: se vive una vez.
–¿Y qué se animaría a hacer?
–Un emprendimiento gastronómico. Trabajo en eso.
–¿Cómo lo vivió su familia?
–Mis padres estaban muy asustados. Viajaron enseguida. En Indianápolis estuvieron a mi lado de las 9 de la mañana a las 9 de la noche. Mis hermanos se turnaban para viajar y quedarse a dormir. Hasta hoy cada vez que un médico da un parte, mi viejo se va.
Necesita operaciones de por vida. Las piernas de Pablo están en manos de los médicos que quitan las balas a los soldados que combaten en Irak. “Pero no da para preguntarles mucho de eso, es un tema la guerra”, dice.
Habla más con las enfermeras. “Les enseño español, son unas gordas de película que si leen esto me matan”. Una de las hermanas de Pablo, Margarita, la mayor, falleció cuando él era chico en un accidente de auto. Tenía 19 años. Por eso los Perez Companc van a misa al Jardín de Paz, en Pilar.
–Hasta en ese lugar la gente estaciona en sectores para discapacitados porque les queda cómodo. Mi viejo quería bajarse del auto a decir algo pero le dije “dejá”. Y pienso, el día que les pase... Cuando volví de los Estados Unidos sentí una gran diferencia. Tengo ganas de escribir un libro y contar lo terrible que es vivir en la Argentina con una imposibilidad física.
–¿Cómo es andar acá en silla de ruedas?
–Hay días en que lo odio. Allá puedo hacer lo que se me canta. Soy orgulloso y me gusta empujarme a mí mismo. Allá te ceden el paso. Si demorás, nadie toca bocina. Acá no te dan prioridad, no hay rampas. A veces estoy en un ascensor con las muletas, dolorido, y salgo último. Los restaurantes tienen rampa o están fuera de la ley. Acá la mayoría no tiene rampa. Y ni hablar de baños. Pero lo que más bronca me da son los que estacionan y tapan la rampa.
–¿Por qué creé que pasa?
–Porque no hay voluntad política. Hacer una rampa tiene un costo mínimo. Poner un inspector que exija no es algo que requiera presupuesto. Todos los políticos deberían probar de subirse a una silla de ruedas un día.
–¿Cómo es su vida hoy?
–Trabajo, hago rehabilitación diaria. Voy al cine, a comer. Me canso. Tomo un medicamento que me calma el dolor, pero me cuesta moverme, sobre todo por lo difícil que es circular acá.
–¿Tiene novia?
-Estoy en un impasse. Hay días que necesito estar solo, quedarme en casa jugando a la Playstation. No es fácil. Me siento un viejo de 80 en un cuerpo de 25 años. Me pregunto por qué a mí si soy una buena persona.
–¿Y buscó ayuda?
–Fui a una psicóloga por primera vez en mi vida. Quería tratar de recordar lo que había pasado. Pensé que así se me iban a ir las ganas de volver a correr. Porque cuando era más chico, me encantaba esquiar en el agua. Me caí y no subí más.
–¿Quiere volver a correr?
–Sí. Volví a la pista en marzo.
–¿Qué sentiste?
–La primera vuelta, pánico. La segunda, estaba como si nada. El día que salí del hospital en Indianápolis, fui a ver una carrera.
–¿Sus viejos qué dicen?
–No les encanta, pero tampoco me objetan. Mamá antes era ajá, bueno, suerte. Ahora me pregunta más por las carreras. El otro día le contaba que me voy a tatuar en la espalda la rueda de Indianápolis con unas alitas y unas palmeras de Miami. Quiero recordarme lo que pasó.
–¿Es el primer tatuaje?
–Sí, el mío y el primero de la familia.
–¿Es una familia donde cada uno puede hacer lo que quiere?
–No. De chico la prioridad siempre fue estudiar. Después yo tenía ganas de estudiar gastronomía, pero me puse a trabajar para poder correr. A veces nos reímos mucho de las cosas que se dicen de mi familia: que mis sobrinos andan con chalecos antibalas, por ejemplo.
–¿Prefiere ser Pablo Perez a secas?
–Sí, cuando se enteran que soy Perez Companc algunas cosas cambian. A veces me manguean y les tengo que explicar que en eso mi viejo es tajante: no hay favoritismos. En Munchi’s hasta nosotros pagamos cada helado.
–¿Qué es lo mejor que le enseñaron sus padres?
–A ser honestos y a rodearnos de buenas personas. A ayudar a los demás.
Dice que lo que más extraña es andar descalzo: por ahora no puede: las plantas de los pies le quedaron muy sensibles. Y darse un baño de inmersión. Pero tiene fe. Hace un tiempo fue a Salta a visitar a la Virgen del Cerro. A través de una intercesora, le hizo saber una buena noticia. Tenía que ver con su salud.
“Pablo Perez, el volador”, dice su casco
Pablo Perez a secas, así le gusta ir por el mundo y por las pistas. “Pablo Perez el volador”, dice su casco y así se llamaba su página web de piloto. Debutó en 1998 arriba de un karting. Conquistó varios títulos en diferentes categorías. Después del accidente, volvió a correr en febrero de este año, pero en GT2000. Salió segundo. “Estoy agradecido a los médicos y a mi familia. Ellos fueron mi principal apoyo en estos meses”, dijo Pablo en el podio, y lloró por otra victoria.
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